Pucha que los momentos álgidos te enseñan sobre la vida. Fueron varios días de sensación de haber sido atropellada por una grúa, de andar por la ciudad como una muerta viva hasta caer rendida en la cama y dormir morir, no más. No poder concebir como una familia tan felíz pudo ser diezmada por tantas catástrofes en tan poco tiempo. Sin fuerza, sin energía, triste como tres tristes tigres, con *ese* dolor instalado en pleno estómago.
Y a la vez viviendo tantas cosas hermosas, que me pregunto cómo es posible que convivan tanto dolor y tanta felicidad. Mi madre y mi hermano, que son un tesoro preciado y con quienes armamos una cofradía, una red que sostiene e impide la caída al vacio. La alegría de haber sido amada por mi padre y mis abuelitos, y saber que a pesar de que ya no estén, siguen existiendo dentro mío. Mi farfoloco, fuente de toda felicidad, que me abraza cada día, cada minuto. El pronto viaje (falta 1 MES!) y la emoción del casamiento. Mi vida profesional que empieza a armarse, mi vida artística que florece, nuestras plantitas que pujan por crecer.
Necesidad de vida.
Y una voz, desconocida para mi, una voz nueva que explotó en el último ensayo de la obra. Voz de las entrañas. Un grito que dejó azoradas a mis compañeras, a mi directora y sobre todo a mi misma. Una voz que necesitaba salir e invadir todo el espacio, porque si quedaba adentro me iba a hacer explotar a mí. Desgarro por tanta pérdida, lamento, llanto.
Y la maravilla de descubrir que puedo transformar el dolor en creación. Es ese el milagro del arte.
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